sábado, 30 de abril de 2011

El regreso y la sabina

La vida había sido generosa con él, seguramente para compensarle de la injusticia de haber tenido que abandonar su tierra. En su interior una gota de amargura había ido enquistándose, aunque sin guardar rencor hacia nadie. A lo largo de los años, su mente fue gestando una necesidad que, ahora, se le antojaba imperiosa. Había decidido no morir sin regresar a sus orígenes.
De la vieja, serpenteante  y estrecha carretera no quedaba nada más que su recuerdo, la que veía se le antojaba una autopista. La recta de Val del Agua se le apareció como cualquier pista de los aeropuertos que le habían servido para llegar hasta allí. Eso sí, las hoces del río Radón seguían acompañándola  como heridas grabadas a fuego. El puente, impertérrito, desafiaba el paso del tiempo; recordó que su inauguración en 1934  supuso el fin del aislamiento del pueblo.   
Su retina almacenaba aquel paisaje que tantas y tantas veces había añorado. El monte árido, plagado de romeros y de aliagas, le parecía un vergel florido. Se deleitaba con los pocos campos de olivos que quedaban.
Ante sus ojos pasaron aquellas tierras rojizas asemejando un cuadro impresionista; a continuación las paredes de yeso y arcillas grises de la trinchera y cuando atisbó el campanario de la iglesia un pinchazo de inmensa alegría le atravesó el pecho. No pudo pasar sin hacer un alto para dirigir su mirada hacia el fondo del Hocino, ver el viejo cementerio y saludar a los seres queridos que allí descansaban.
Cuando pisó el suelo de la plaza, sintió una descarga de plenitud que  recorrió todo su cuerpo conectándolo de nuevo con su tierra.
Comenzó a pasear por las empinadas, estrechas y sinuosas calles por las que, tantas y tantas veces, había correteado. Se paraba una y otra vez deleitándose con los recuerdos.
Se sentó en el banco de la plaza, miró enrededor y le pareció que había cambiado en demasía. Se asomó a San Ramón, el mirador de la huerta, y vio su manto verde y como el río Martín aún serpenteaba a los pies del pinar de la Cañada de Marco.
A la mañana siguiente se despertó plácidamente, su primera visión, los viejos maderos del techo. Respiró profundamente hinchando sus pulmones con el  límpido aire de la sierra. Se sentía pletórico, había amanecido en su tierra. Se preparó para recorrer los campos y los montes que, durante tantas jornadas, había pateado con el ganado.
Recorrió caminos y veredas; franqueó barrancos y vaguadas; atravesó yermos infinitos y se fue a topar con su viejo amigo, aquel árbol bajo cuyas ramas había almorzado en incontables ocasiones.
Se quedó mirando a la vieja sabina y rememoró los versos, convertidos en canción, de José Antonio Labordeta:
“Allí permanece quieta
igual que la soledad,
pasa el tiempo por sus ramas
y no las puede truncar.

Quieta,
altiva,
la sabina
testifica
que bajo ella
se agruparon
los anarquistas.

Soporta la ira del cierzo
igual que un barco a la mar
y bajo la densa niebla
es como un ángel guardián.

Cuando paso por su lado
me entran ganas de abrazar
el viejo y duro tronco
que la hace realidad.

Y allí permanece enhiesta
como un monegrino más
sabiendo, como ellos saben,
lo duro que es pelear.”

Las lágrimas acariciaron sus mejillas. Se abrazó a la sabina y se sintió en paz consigo mismo.

viernes, 15 de abril de 2011

Compañera

Transcurre el tiempo inexorable.
Los años van pasando sin cesar.
Y tú sigues a mi lado como siempre,
en nuestra edad madura y reposada,
como si fuésemos jóvenes amantes.
Navegando cual velero por el aire,
andando, si es preciso, sobre el mar;
gestionando la existencia en el silencio,
aglutinando sentimientos con bondad.
Y cumpliendo elegantes primaveras.
Compañera inestimable de la vida
y del alma para siempre Compañera.

sábado, 9 de abril de 2011

Alcaine, mi pueblo

Recostado en la ladera
del Serrallón, que es tu espalda,
Benicozar te protege
desde su altura más alta.

La Pica de la Solana
vigila todas tus casas,
por el fondo, el río Martín
te tributa aguas claras.

Alcaine anda que anda.

La Rueda, en el horizonte,
se mira en el Foradada;
la Caña Marco y su verde
oxigena tus andanzas.

Tus barrancos y tus rochas,
tus pinares y tu agua,
tus montes desparramados
sobre todas nuestras almas.

Alcaine viaja que viaja.

Tu universo nos atrae,
nos hipnotiza tu calma,
contagias tranquilidad,
nos das sosiego y templanza.

Aúnas las voluntades
de tus gentes con tu magia,
proyectándote al mundo
con ilusión desbordada.

Alcaine sigue su marcha.

sábado, 2 de abril de 2011

Escudriñando el Diccionario (1)

abra
Bahía no muy extensa. Abertura ancha y despejada entre dos montañas. Grieta producida en el terreno por efecto de sacudidas sísmicas.

apotegma
Dicho breve y sentencioso; dicho feliz, generalmente el que tiene celebridad por haberlo proferido o escrito algún hombre ilustre o por cualquier otro concepto.

burato
Tejido de lana o seda que servía para alivio de lutos en verano y para manteos. Cendal o manto transparente.

escudriñar
Examinar, inquirir y averiguar cuidadosamente algo y sus circunstancias.

parancero
Cazador que caza con lazos, perchas u otras invenciones.

zarzo
Tejido de varas, cañas, mimbres o juncos, que forma una superficie plana. Cañizo.

Añoradas Vivencias


A medida que me iba acercando, la tristeza me invadía el alma. Aquella visión de abandono me acongojaba. Las piedras y la argamasa, que antaño habían servido para formar las paredes, se amontonaban inertes por doquier. Los maderos yacían podridos y fracturados, los cañizos desvencijados, destrucción amontonada. La cambra, donde pasé tantas noches de verano, se adivinaba y, en un rincón del recinto, aún pude acariciar restos de paja que, sin duda, sirvieron de colchón para mi cuerpo adolescente. El ventanuco que daba al corral, por el que se vigilaban a las caballerías, seguía allí, como si no hubiera pasado nada, como testigo mudo de tantas y tantas miradas.
El recinto que sirvió de cocina se reconocía por el hollín incrustado en un trozo de tapial, milagrosamente en pie, ya que tenía el típico rebaje en su grosor, a modo de aparador donde se depositaban, entre otros enseres, la aceitera. Vino a mi mente el recuerdo de aquellas meriendas de rebanada de pan con aceite y azúcar, que sabían a gloria; el pan cocido en el “Horno de pan cocer”, en la Calle del Horno, frente a la bajada hacia La Solana y El Postigo; y el aceite destilado de las olivas en el “Molino del aceite”, al final de la Cuesta de San Ramón. Del hogar no había  quedado nada. Atisbé en un rincón los restos de lo que fue un cántaro, donde el agua de la Fuente de los Troncos esperaba para saciar la sed de aquellos días del estío.
La era, tan mimada en otros tiempos, aparecía yerma y mutilada; alguien había arrancado parte de las losas que cubrían el espacio donde, a lo largo de los años,  se  extendieron las cargas de  doradas espigas, acarreadas desde los campos donde se habían segado.
Vi claramente el trillo sobre la parva preparado para la tarea; las burras del abuelo Miguel “El Sacristán” esperando el toque de ramal para comenzar a dar vueltas sobre la mies sometida, resignada a que las piedras de pedernal arrancaran los granos de sus entrañas, para que después el viento los separara de la paja; granos que, transportados en talegas, acabarían en la tolva del “Molino de la harina” al final de la Cuesta de San Valero, ahora reducido a la nada.
El balsete, equidistante de la era y del pajar, con su fondo cuarteado por la sequía, apenas se distinguía entre la maraña de romeros y de aliagas.
El pajar del Sendero aparecía ante mí derrotado por los años, pero las vivencias de aquellos días de verano, tantas veces añoradas, permanecerán para siempre en el recuerdo, como bálsamo preciado para las llagas del tiempo.