A medida que me iba acercando, la tristeza me invadía el alma. Aquella visión de abandono me acongojaba. Las piedras y la argamasa, que antaño habían servido para formar las paredes, se amontonaban inertes por doquier. Los maderos yacían podridos y fracturados, los cañizos desvencijados, destrucción amontonada. La cambra, donde pasé tantas noches de verano, se adivinaba y, en un rincón del recinto, aún pude acariciar restos de paja que, sin duda, sirvieron de colchón para mi cuerpo adolescente. El ventanuco que daba al corral, por el que se vigilaban a las caballerías, seguía allí, como si no hubiera pasado nada, como testigo mudo de tantas y tantas miradas.
El recinto que sirvió de cocina se reconocía por el hollín incrustado en un trozo de tapial, milagrosamente en pie, ya que tenía el típico rebaje en su grosor, a modo de aparador donde se depositaban, entre otros enseres, la aceitera. Vino a mi mente el recuerdo de aquellas meriendas de rebanada de pan con aceite y azúcar, que sabían a gloria; el pan cocido en el “Horno de pan cocer”, en la Calle del Horno, frente a la bajada hacia La Solana y El Postigo; y el aceite destilado de las olivas en el “Molino del aceite”, al final de la Cuesta de San Ramón. Del hogar no había quedado nada. Atisbé en un rincón los restos de lo que fue un cántaro, donde el agua de la Fuente de los Troncos esperaba para saciar la sed de aquellos días del estío.
La era, tan mimada en otros tiempos, aparecía yerma y mutilada; alguien había arrancado parte de las losas que cubrían el espacio donde, a lo largo de los años, se extendieron las cargas de doradas espigas, acarreadas desde los campos donde se habían segado.
Vi claramente el trillo sobre la parva preparado para la tarea; las burras del abuelo Miguel “El Sacristán” esperando el toque de ramal para comenzar a dar vueltas sobre la mies sometida, resignada a que las piedras de pedernal arrancaran los granos de sus entrañas, para que después el viento los separara de la paja; granos que, transportados en talegas, acabarían en la tolva del “Molino de la harina” al final de la Cuesta de San Valero, ahora reducido a la nada.
El balsete, equidistante de la era y del pajar, con su fondo cuarteado por la sequía, apenas se distinguía entre la maraña de romeros y de aliagas.
El pajar del Sendero aparecía ante mí derrotado por los años, pero las vivencias de aquellos días de verano, tantas veces añoradas, permanecerán para siempre en el recuerdo, como bálsamo preciado para las llagas del tiempo.
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