La vida había sido generosa con él, seguramente para compensarle de la injusticia de haber tenido que abandonar su tierra. En su interior una gota de amargura había ido enquistándose, aunque sin guardar rencor hacia nadie. A lo largo de los años, su mente fue gestando una necesidad que, ahora, se le antojaba imperiosa. Había decidido no morir sin regresar a sus orígenes.
De la vieja, serpenteante y estrecha carretera no quedaba nada más que su recuerdo, la que veía se le antojaba una autopista. La recta de Val del Agua se le apareció como cualquier pista de los aeropuertos que le habían servido para llegar hasta allí. Eso sí, las hoces del río Radón seguían acompañándola como heridas grabadas a fuego. El puente, impertérrito, desafiaba el paso del tiempo; recordó que su inauguración en 1934 supuso el fin del aislamiento del pueblo.
Su retina almacenaba aquel paisaje que tantas y tantas veces había añorado. El monte árido, plagado de romeros y de aliagas, le parecía un vergel florido. Se deleitaba con los pocos campos de olivos que quedaban.
Ante sus ojos pasaron aquellas tierras rojizas asemejando un cuadro impresionista; a continuación las paredes de yeso y arcillas grises de la trinchera y cuando atisbó el campanario de la iglesia un pinchazo de inmensa alegría le atravesó el pecho. No pudo pasar sin hacer un alto para dirigir su mirada hacia el fondo del Hocino, ver el viejo cementerio y saludar a los seres queridos que allí descansaban.
Cuando pisó el suelo de la plaza, sintió una descarga de plenitud que recorrió todo su cuerpo conectándolo de nuevo con su tierra.
Comenzó a pasear por las empinadas, estrechas y sinuosas calles por las que, tantas y tantas veces, había correteado. Se paraba una y otra vez deleitándose con los recuerdos.
Se sentó en el banco de la plaza, miró enrededor y le pareció que había cambiado en demasía. Se asomó a San Ramón, el mirador de la huerta, y vio su manto verde y como el río Martín aún serpenteaba a los pies del pinar de la Cañada de Marco.
A la mañana siguiente se despertó plácidamente, su primera visión, los viejos maderos del techo. Respiró profundamente hinchando sus pulmones con el límpido aire de la sierra. Se sentía pletórico, había amanecido en su tierra. Se preparó para recorrer los campos y los montes que, durante tantas jornadas, había pateado con el ganado.Recorrió caminos y veredas; franqueó barrancos y vaguadas; atravesó yermos infinitos y se fue a topar con su viejo amigo, aquel árbol bajo cuyas ramas había almorzado en incontables ocasiones.
Se quedó mirando a la vieja sabina y rememoró los versos, convertidos en canción, de José Antonio Labordeta:
“Allí permanece quieta
igual que la soledad,
pasa el tiempo por sus ramas
y no las puede truncar.
Quieta,
altiva,
la sabina
testifica
que bajo ella
se agruparon
los anarquistas.
Soporta la ira del cierzo
igual que un barco a la mar
y bajo la densa niebla
es como un ángel guardián.
Cuando paso por su lado
me entran ganas de abrazar
el viejo y duro tronco
que la hace realidad.
Y allí permanece enhiesta
como un monegrino más
sabiendo, como ellos saben,
lo duro que es pelear.”
Las lágrimas acariciaron sus mejillas. Se abrazó a la sabina y se sintió en paz consigo mismo.
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